Venezuela, matria tierra

VENEZUELA, MATRIA TIERRA

Por: Eder Peña – Biólogo | twitter.com/supereder




Imagina que un día tuvieras que ponerle precio de venta a tu madre o tu padre, por parte o en cuerpo completo; su trabajo, consejos o su capacidad de hacerte feliz; los momentos en que te ha cuidado y protegido de lo indeterminado.

Que cada vez que le dijeras “riqueza” a las maravillas naturales de Venezuela, nuestra madre patria, te vieras obligado a ponerle un precio a cada una de ellas porque detrás vendría una transacción de compra-venta.

Vender un garcero de cualquier estero llanero o el reflejo nocturno de los yagrumos en una ladera andina, cotizar rojizos atardeceres guayaneses o el eterno aguacero de San Carlos de Río Negro, facturar el misterioso aroma de María Lionza en Sorte o el latir del corazón de José Leonardo en la Sierra de Coro, a eso me refiero...
El 52% de nuestra superficie es una enorme variedad de tipos de bosques que conforman 47,6 millones de hectáreas de misterios y mosaicos muy complejos y biodiversos. De ellos proviene el agua y, con ella, mucha vida y energía cinética que son convertidas en nutrientes y electricidad.

De ellos proviene un entramado hidrográfico extenso y caudaloso de cuencas como las del Caroní, Caura, Apure, Meta, Portuguesa, Santo Domingo, Guárico, Uribante y Chama.

El suelo y el clima, además del agua, se combinan con el saber legendario que permite la producción de nuestros alimentos y se enlazan de manera estrecha con el hacer que maneja la tierra y la ocupa para la vida.




En donde los pueblos, diversos en memoria, cultura y herencia, se abrazan con los elementos, todo es promesa que germina y estalla como fruta de jabillo. En cambio, donde se ocupa solo para la ganancia queda la destrucción y el ensordecedor silencio de un futuro muerto de resolana.

Los 630.620 Km2 de superficie acuática y 4.989 Km lineales de costas hacen de la pesca no solo un negocio para alimentar estos depósitos que llaman ciudades, también los ríos y lagunas hacen de la maravilla natural un culto al corazón vital del trabajo.

Manos sembrando, pescando, tocando tambores, maracas o cuerdas que nos relatan cómo en Chuao el cacao es memoria colectiva pero también lo es en las velaciones a San Benito en Bobures.
La pobreza en nuestros pueblos y barrios, acompañada de la alegría que endulza la lucha y el café, tiene su origen en quienes hicieron, y siguen haciendo, riquezas a partir de nuestras maravillas. Las compraron como baratijas y con ellas construyeron emporios.

No somos los únicos, hay quien ha pagado para entrar a sus museos y ver todo el saqueo, muy organizado y civilizado, eso sí. Pero no se llevaron todo, nos quedó la semilla campesina, indígena y afrodescendiente como relato vivo de cómo la muerte no es la última palabra.

Esta madre no es, entonces, una pieza de museo, tampoco un jardín suntuoso con el cartelito de “Se vende”. Es la que nos cuenta peripecias, epopeyas, poemas hermosos y una que otra anécdota vergonzosa, no es santa ni virgen, es plebeya y digna.

Es la de las “Tierras y hombres libres” de Zamora, el faro del Pico Naiguatá cuidando a Bolívar, con los valles de Aragua bañados de sangre eterna, nebulizada con ozono fresco del relámpago del Catatumbo, la sociedad original en búsqueda que pinceló con palabras Simón Rodríguez.

Es la que aprieta los puños cuando le dices “patria” para burlarte o traicionarla, o cuando le pides más de lo que le das. La que te grita que tus derechos también son sus derechos, no panfletos sensibleros, mucho menos caricaturas.

Si la sal de Araya o la Salina Solar nos saborearan la vida, si la arena de las dunas rojizas del Capanaparo o las de los médanos de Coro nos leyeran el tiempo de los vientos, algo nos enamoraría de esta madre, a la que ya le han cantado infinitas serenatas las 48 especies endémicas de las 1420 de aves que la habitan.

No hay tierra como Venezuela, no hay princesa que duerma como Sororopachi, ni agua que huya como la del río San Juan. Es la tierra que parió a Aquiles y a Aníbal Nazoa, de donde surgieron los morros de Macaira como buscando al cielo, como la vida misma.


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